Gárgolas insomnes

Septiembre 30 de 2004

El polaco loco

Era un viejo harapiento y desdentado que, a su paso por las calles frías y desiertas de la madrugada, levantaba latas de metal, botellas de vidrio y envases de plástico, así como papel y cartón, dejando un olor a sudor rancio y a ceniza de cigarro acumulada. Lo acompañaban siempre seis perros igual de sucios y mal alimentados que una noche decidieron seguirlo y calentar su sueño a la intemperie. Además de la rutina, el hambre y el calor corporal, el viejo y los perros compartían liendres.

Un taquero de banqueta le regalaba a diario cinco tacos de suadero envueltos en papel con la condición de que se los comiera lejos del puesto, y el viejo a su vez les regalaba uno de esos tacos a los perros. "Es para todos", les decía. "Tienen que aprender a compartir". El vendedor de jugos, vecino del taquero, le daba un agua de limón en bolsa de plástico para que se la tomara con popote en otra parte. Y algunos habitantes del barrio habían encontrado la manera de sacarle provecho a la indigencia del viejo; tiraban dividida la basura y dejaban a las puertas de sus casas dos bolsas, una con objetos reciclables y otra con materia orgánica. El viejo se llevaba ambas; una la echaba en los contenedores del mercado y otra la vendía por kilo; el metal por un lado, el vidrio por otro, el plástico aparte y el papel o cartón por separado. En este último caso, tratándose de libros, folletos, revistas, pasquines o panfletos, primero los leía y después los integraba a su mercancía. De los periódicos hacía una rápida revisión, leyendo nada más los encabezados, balazos y sumarios, así como algunos pies de foto; los textos casi nunca, pero en general se mantenía bastante informado. Un día, como reacción instintiva a sus crecientes dificultades para subsistir, sorprendió a todos poniéndose en huelga, al dejar de recoger la basura de las casas mientras no le dieran a cambio un poco de dinero o algo de comer.

La historia del personaje era inaudita. De origen polaco, había sido marinero, poeta en alta mar y después fugitivo de la guardia costera por insubordinación, una vez que desobedeció y desafió al capitán y al resto de la tripulación mercante por considerar que sus órdenes eran injustas y lo esclavizaban; entonces lo acusaron de robar a bordo y consumir drogas prohibidas, por lo que una noche huyó del barco en uno de sus botes, llevándose cuanto pudo de la mercancía que le endilgaban. Después de algunos días, el marinero rebelde encalló en la Isla de la Tortue y, durante cuatro años, hizo de todo para sobrevivir; fue cargador de legumbres, repartidor de paquetes y vendedor de cuarta; fue empleado mínimo en un bar, lavó platos en varios restaurantes, robó carteras y relojes en los camiones, arrebató bolsas a las ancianas en los camellones y parques. Pero, siempre vigilado y, al final, perseguido por la policía local, emigró por los caminos más difíciles hasta México, en donde estableció, con los años, una residencia ilegal, lumpenizando su existencia.

Los habitantes del barrio en donde al parecer sentó cabeza lo veían leer en español cuanto caía en sus manos; lo escuchaban farfullar en italiano, francés, inglés y polaco, y lo tenían por un ser singular y lamentable, que se hundía sin remedio en la miseria, la locura y la soledad.

"Al confundir los límites del tiempo vivo con los médanos del Mar Muerto, enloquecí", decía una parte de su soliloquio intermitente. "¡Claro, claro!", le contestaban los niños del crucero que mantenían en jaque a los transeuntes. "Mejor llévale uno de tus perros desnutridos al taquero para que te nutras, pinche loco". Un día se enfrentó a pedradas con esos niños y, ante la superioridad táctica y numérica de la pandilla, terminó tan golpeado que su rostro tumefacto y su cuerpo contuso lo aislaron aún más y no pudo trabajar durante algunos días de convalecencia solitaria, al cabo de la cual, aunque nunca se bañaba, sintió de pronto la urgencia de lavarse la cara y el torso para quitarse la sangre seca, una vez cicatrizadas las heridas. En la batalla campal, los perros no hicieron más que ladrar y recibir también una que otra pedrada.

-Perdimos esta vez, compañeros, pero no se amilanen; tienen que aprender a perder y volver a levantarse.

Las profundas cuarteaduras de su piel árida le imprimían una dureza o rudeza que parecía diluirse en el trato tímido y humilde a la gente en general; de hecho, a nadie engañaba ya su apariencia agresiva que antes inspiraba desconfianza o causaba miedo; por el contrario; con excepción de la policía, autoritaria y arbitraria, prepotente y déspota, y los niños del crucero, terribles y temibles, pequeños bándalos que, sumados, lograban el milagro de multiplicarse, entre la mayoría de los habitantes del barrio existía el consenso de que este recolector de basura reciclable merecía un lugar mínimamente cómodo donde pasar la noche, en vez de dormir acurrucado entre perros, debajo de un puente; por lo que no faltó quien ofreciera "colocarlo" en una casa para indigentes, pero el viejo reaccionó a la defensiva cuando supo que sus únicos amigos serían llevados a la perrera, en donde los "dormirían" de una vez para siempre.

-A ver, váyanse ustedes al asilo ese y déjenme vivir con los perros en sus casas; a ver... a ver qué sienten.

Uno de los perros, visiblemente más débil que los demás, estaba muy enfermo y nadie supo nunca lo que aquejaba al pobre animal. En la salvaje arrebatiña por la comida era excluido siempre, por lo que dejó de comer durante los días suficientes para que su anemia lo postrara definitivamente; murió dormido al calor de los otros perros y el pepenador. Sus compañeros aullaron con tristeza al amanecer, y el viejo acarició sin llanto el cadáver, casi una hora, antes de llevarlo al crucero invadido por niños tremendos, y dejarlo allí.

Poco después, armados con piedras y botellas, los niños del crucero atacaron al viejo y a los perros; esperaron su paso por la avenida, recurriendo al cerco y al factor sorpresa con estrategia militar. Tuvo que llegar la policía para que terminara la desigual batalla, y mientras los guardianes del orden interrogaban al viejo golpeado, un perro agonizaba. Se lo llevó el personal de sanidad que había recogido antes el cadáver canino abandonado a mitad del crucero; sólo que ahora el perro no estaba muerto, sino herido, pero ya no tenía remedio, así que lo "durmieron".

-Perdimos otra vez, compañeros, pero no se amilanen; tienen que aprender a perder y volver a levantarse.

Además de los cuatro perros sobrevivientes, el polaco tenía un amigo humano; era un artesano que nunca lo recibía en el local de su negocio, pero aceptaba que lo visitara en su casa; el viejo pasaba dos o tres veces a la semana a recoger la basura, y el artesano a veces le daba dinero para que regresara con unas caguamas; toleraba su hedor y el horror de su aspecto mientras bebían cerveza, y trataba de rescatar cuidadosamente los últimos recuerdos que quedaran en su mermada memoria. En el barrio nadie conocía tanto al polaco de los perros (que, por cierto, lo esperaban siempre a la puerta de aquella casa) como su amigo el artesano, que se había ganado progresivamente su confianza y, al cabo de muchas sesiones, logró "sacarle" relatos insólitos de antiguos viajes.

Una noche, mientras el artesano convidaba cerveza y papas fritas al polaco, pasó por allí una camioneta de la perrera y los persecutores dieron alcance a los dos perros más torpes. Al escuchar sus ladridos y chillidos, el viejo y su amigo salieron corriendo, pero la camioneta se había ido. Los otros dos perros llegaron más tarde al lugar en donde pasaban la noche con el viejo debajo de un puente. "Nos están haciendo menos", les dijo éste, abrazándolos. "Tenemos que irnos de aquí, antes de que nos extingan". Pasaron una noche de perros, más fría y triste que ninguna anterior, hasta donde recordaban, y al amanecer emigraron; nadie supo a dónde ni con qué dirección.

Los habitantes del barrio que dejaban separada la basura a las puertas de sus casas reaccionaron primero con enojo, después con preocupación y, por último, con tristeza. A finales de año, el viento invernal hacía volar por los aires el papel que antes recogía el polaco. Los borrachos rezagados continuaron sus fiestas rompiendo botellas y arrojando latas en plena calle. Un perro solitario y miedoso fue arrollado a media noche por una ambulancia, y aplastado por otros carros, su cadáver tuvo que ser levantado con pala por el personal de sanidad al día siguiente.

Nadie conoce la suerte que les deparó el camino al polaco y los dos perros restantes, pero hace poco supe que no fue buena.

[] Iván Rincón 11:36 PM

Agosto 10 de 2004

Que si el cielo está inundado y tenemos goteras. Que si Tláloc enloqueció de nuevo. Unos dicen que las nubes dejan caer su peso en agua sobre nosotros para limpiar el aire y regar las plantas; qué buena onda es la lluvia. Otros hablan de cambio climático, un fenómeno preocupante. A salvo del chaparrón o empapados en plena calle, unos hacen poesía y otros hacen berrinche. Quizás Dios sigue llorando porque no tiene mujer. Lo cierto es que ya estoy hasta la madre.

Que la sangre no fluye por mis venas, sino por las avenidas, también es cierto, pero la tormenta no amaina en horas hábiles y entorpece la circulación vehicular. Por eso llegué tarde a la cita; por eso tengo gripe reprimida con vino hasta hace unos días, a cambio de antibióticos, y ahora con mi resistencia al insomnio, nada más. El médico dictaminó que mi corazón funciona muy bien, que tengo "presión de bebé"; pero debo abstenerme de beber alcohol durante dos meses, para empezar. Lo curioso es que ninguno de los análisis con ultrasonido, hechos por separado, detectaron el páncreas.

-¡No tiene páncreas! Es puro hígado este señor.

Para el sueño, somníferos, o sea, pastillitas a mí, como si alguien que además padece de una memoria indeleble y obsesividad pudiera apaciguar su cauda de rencores al cerrar los ojos. Que apacigüen por fin los aguaceros; que escampe de plano y de una vez, para que salga del paraguas y sin clóset el asesino.

[] Iván Rincón 04:47 AM